LOS REFLEJOS


Agustín Abreu Cornelio

En la poesía de Agustín Abreu Cornelio, puede haber poema sin rostro, mas no sin reflejo. Desde su primer poemario, “El impuro descanso”, incluido en El éter de las esferas, el autor daba muestras de cómo su aliento poético encausaba muy bien la potencia de las imágenes y sus motivos. En Los reflejos encontramos esa virtud sumada a muchas otras, entre las que destaca esa rara cualidad de tomar los objetos del mundo común y las situaciones de la vida cotidiana para redimensionarlos y disparar su significación hacia un universo que nos parece cercano y lejano a un tiempo; que toma algo de nosotros para ya no devolvérnoslo.

En este libro, abril y la noche fijan el destino en la distancia; el deseo, en el espejo que viaja a través de la luz. Eliot y Shakespeare se amalgaman en un árbol de agua, cuyas raíces encuentran su nacimiento en los versos del poeta que escribe bajo tierra (o quizá junto al manglar) tratando de quitar, sin conseguirlo, el polvo que cubre la mano y la palidez de sus ojos (Entre mis ruinas voy sacando versos/para este oficio mutuo de velarnos). El objeto del deseo es buscado en la cara paginada de Macbeth, en las piedras entintadas de Madame Sosostris y en un hilo tejedor de claroscuros y rupturas.

Agustín Abreu Cornelio escribe con la Historia amarrada en la punta de la pluma. Bien asentada la realidad en el escritorio y su reflejo en la ventana (En la perplejidad de la transparencia), Abreu cuida que el reloj de cristal en su pared humedecida, encuentre el tiempo exacto que permita a sus versos recoger del espejo todo aquello que los libros han dado a los hombres. Porque la escritura, entendiendo ésta como acto creativo, es quien otorga unidad y sentido al libro: abre y cierra el poemario, esconde y muestra con sutileza los recovecos de la realidad textual que el poeta teje a través de sus voces líricas (Si las ventanas consintieran los espejos/ el paisaje sería los dolores/ de afuera/ y los de adentro).

Y es que, en este libro, no es precisamente el espejo el que se rompe. Tampoco la luz. El lector podrá comprobarlo cuando recoja del lavabo sus ojos astillados al filo del verso.

José Castillo Baeza





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